The Last of Us

The Last of Us. Qué puedo decir a estas alturas de The Last of Us que no se haya dicho ya. Tres meses (toda una vida en Internet) y al menos cuatro juegos de la década nos separan ya de su lanzamiento. No obstante, no está de más insistir en que esta excelente aproximación de Naughty Dog a Lo Zombi se trata de uno de los videojuegos más intensos que puedes disfrutar en esta generación de consolas que ya se nos muere. El deambular del viejo Joel y la adolescente Ellie por una Norteamérica hecha trizas combina con emoción ideas jugables basadas en la supervivencia con la voluntad de subvertir viejas fantasías de poder. Los diálogos son tan humanos, los personajes están bien interpretados y las cinemáticas se integran de forma tan orgánica en el fluir de la partida que el juego consigue hacernos pasar la mitad del tiempo con los músculos agarrotados por la tensión y la otra mitad con el nudo en la garganta. Puede que no proponga nada esencialmente nuevo, pero es cierto que lo que ha hecho, lo ha hecho mejor que nadie. 

Todo esto lo habrás escuchado ya y nada es mentira. Sin embargo, si has estado suficientemente atento, tal vez hayas sentido cierto runrún de voces lamentando que The Last of Us acuda con demasiada asiduidad al pozo de los códigos genéricos de lo zombi y lo apocalíptico. Más allá de que podamos considerar esto como un defecto (si me preguntas a mí, no encuentro particularmente criticable que una historia sobre muertos vivientes se sirva de los tropos de las historias de muertos vivientes), resulta extraño lo poco que se ha discutido la filiación de The Last of Us a otra serie de convenciones genéricas: las del western. O mejor dicho, el anti-western, pues como bien señaló Oli Welsh en su crítica para Eurogamer UK (el único texto que conozco que apunta de pasada al tema): “[The Last of Us] no trata sobre el nacimiento de una nación, sino sobre su muerte”. El juego de Naughty Dog es, por tanto, el nuevo -y tal vez más reluciente- eslabón de una cadena cuyo origen muchos comentaristas culturales sitúan en 2003, cuando apareció en kioscos el primer número del The Walking Dead de Kirkman y Moore, un cómic que pareció entender a la perfección que la mejor manera de recoger las compulsiones crepusculares, las ansiedades tecnológicas y las angustias post 9/11 de todo un país pasaba por acudir a los mitos fundacionales de éste, a las imágenes sagradas, a los valores y pautas de comportamiento definidas por el western para echarles gasolina y verlos arder.

No es el anti-western una flor completamente nueva del paisaje cultural. A partir de los años sesenta y setenta los nuevos contextos sociopolíticos propiciaron la aparición de films del oeste que ponían en cuestión la violencia y el racismo inherentes a las leyendas que sustentan el imaginario mítico de los EE UU. Pronto el género se dejó contaminar por las imágenes, espacios, personajes y temas de las historias postapocalípticas, un nuevo tipo de fantasías nacidas, de manera muy directa, del miedo a La Bomba y a sus destructivas consecuencias (pienso en, por ejemplo, Nueva York: Año 2012 o, como no, en Mad Max). Pero fue al principios de este siglo cuando todas las piezas se alinearon para que esta fusión de géneros explotase de manera definitiva: crisis del modelo económico, débil horizonte de sentido común, ansiedad tecnológica desbocada y una crisis ecológica que, año a año, acentúa la sensación de que estamos viviendo el fin de los tiempos. Una serie de neuras compartidas que cristalizaron no sólo en obras como The Walking Dead o The Last of Us, sino también en cintas como El Libro de Eli; juegos indies como The Organ Trail, remake en clave zombi del clásico The Oregon Trail; Red Dead Redemption: Undead Nightmare, el sandbox de Rockstar que revienta toda una nación antes incluso de que pueda coger forma; o cómics como El Viejo Logan, donde Mark Millar ya no sólo se contenta con dinamitar los mitos del oeste, sino que también lo hace con otra mitología quintaesencialmente americana como la súperheroica.

El éxito popular de la mayoría de estas producciones nos habla de la plena vigencia de una serie de convenciones que, repetidas historia tras historia, hablan muy a las claras de qué tipos de ficciones nos funcionan mejor como catarsis frente a una realidad cada día más gris.

De igual manera, en The Last of Us las imágenes indelebles dibujadas durante cientos de años a fuego en el imaginario colectivo de una nación están presentes sólo para ser dadas la vuelta como un calcetín. En este sentido, no parece casualidad que durante los primeros compases de la partida debamos atravesar los pasillos del museo de historia de Boston, llenos de alguna vez gloriosas, pero ahora ruinosas representaciones de hitos fundacionales y recuerdos de los padres fundadores. El protagonista del juego es una versión aparentemente ideal del héroe americano a la que se pone constantemente en cuestión: Joel calla su pasado, aunque sabemos que perdió a su hija a los pocos minutos de que el mundo comenzara a irse al infierno e intuimos que durante los siguientes años no ha sido el más recto de los hombres. Como el Llanero Solitario o el Hombre Sin Nombre posee la suerte del diablo y ciertas habilidades que le han permitido permanecer con vida mucho más tiempo del esperado, aunque cuando empuña un revolver todavía le tiembla el pulso y prefiere esconderse y huir antes que un enfrentamiento directo. La seguridad, los sentimientos de la integridad, el hacer siempre lo correcto o la capacidad de sacrificarse por la comunidad -valores con los que América le gusta reconocerse- no definen ya a un personaje vulnerable, marcado por una pérdida de la que no se llegará a recuperar y que finalmente le costará a la humanidad su última esperanza. Para cuando el viaje llega a su conclusión -un falso happy ending en el que intuimos un amargo futuro para ambos héroes- Joel apenas se ha movido un ápice del punto original en el que arranca la aventura. Su viaje es circular. Tal vez sea el único tipo de héroe que puede imaginar un siglo XXI para los que los grandes ideales comunes de igualdad, justicia o democracia suenan cada vez más a ciencia ficción.

El inmovilismo de Joel, sin embargo, contrasta con la estructura de viaje del juego: un periplo de un año desde Massachusetts hasta Salt Lake City pasando por Pensilvania, Colorado y Montana. Ethan Edwards o John Marshton recorrieron esa misma América, cabalgaron hacia el horizonte haciéndose uno con un paisaje árido y duro, pero que a pesar de todo ofrecía una promesa de apoteosis y dejaba espacio para ser optimista con respecto al futuro. La postal de naturaleza de The Last of Us, sin embargo, encierra pocas esperanzas de transformación. Los protagonistas se miran a sí mismos en un paisaje que el único futuro que les promete es un desolador presente eterno: cemento en ruinas, monumentos derrumbados, carreteras quebradas, casas abandonadas y, sobre todo, muerte con forma de zombi, esa figura podrida que parece poder aguantar cualquier metáfora que le queramos echar encima. En este caso, el de ser álbumes de fotos familiares con patas que se arrastran por lo que una vez fue su hogar y que encapsulan todos nuestros miedos a la enfermedad, a la locura y a la alienación (detalle: es la única historia zombi que conozco con muertos vivientes que lloran).

Las hierbas crecen entre las grietas del asfalto, los bosques se expanden hacia las ciudades y desdibujan los caminos, los ríos vuelven a sus cauces y la naturaleza parece continuar su camino sin contar con un hombre que ya sólo puede limitarse a mirar a las jirafas pasear por las antiguas canchas de baloncesto. Mientras la relación mística con lo natural parece ya irrecuperable en un mundo donde hay que vivir parapetado en zonas de cuarentena, cochambrosos barrios residenciales convertidos en búnkeres y demás fortalezas improvisadas que se sienten tan seguras como una casita de paja, el único vínculo que parece quedar con lo natural es la necesidad de desarrollar los instintos de supervivencia y en (re)aprender a desenvolverse en un país devuelto de un plumazo a una era pre-tecnológica y en donde tu licenciatura en Humanidades y tu MBA sirven ya de bien poco. Hay un nivel a mitad del juego en el que Joel y Ellie llegan a caballo a un campus universitario abandonado, lleno de escombros e infestado de zombis. La imagen del anti-cowboy recortándose sobre lo poco que queda de una institución a la que suponemos centro de formación y transmisión de conocimientos funciona como sombrío recordatorio de la inutilidad de un saber intelectual en el contexto de la aventura de Naughty Dog. Buena parte de las mecánicas de juego de The Last of Us nacen de estas habilidades de Boy Scout de Joel, desde los leves toques roleros de apañar armas con materiales encontrados hasta improvisar botiquines de salud pasando por el tan socorrido recurso de la “visión detective” que permite escuchar/sentir a los enemigos a través de los muros pulsando un botón. Existe belleza en cómo The Last of Us utiliza este léxico de los videojuegos para dar forma a su mundo pocho e incluso expresar ciertas relaciones entre personajes. No seré el primero en señalar la inteligencia con la que el juego muestra la transmisión de experiencia entre Joel y Ellie cuando después de llevar varias horas de aventura nos cede el control de la adolescente. Todo nuestro dominio de las mecánicas (que son también todos los tiros pegados de Joel en su vida) pasa automáticamente a Ellie en un nivel consistente en coger el arco y las flechas para rastrear y dar caza a un ciervo en pleno bosque nevado, subrayando que no hay activo mayor en el anti-western que los conocimientos de supervivencia.

Cada detalle del escenario, cada textura hiperrealista, cada panorámica, cada mínima expresión facial de los protagonistas ayuda a añadir una nueva capa de profundidad a una fábula que, en su camino de desmitologización, va dibujando un incómodo autorretrato (tanto de un país que se desmorona como de nosotros mismos) en el que salimos hechos fosfatina.




THE LAST OF US
Año: 2013
Desarrollado por: Naughty Dog
Jugado en: PlayStation 3
Origen: EE UU
Género: Zombie / Supervivencia

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